viernes, 21 de septiembre de 2012

Como una tarde tonta de invierno, una de sábado, una de esas tardes en las que hace tanto frío que no te apetece salir y te dedicas sólo y exclusivamente a pasearte de un rincón a otro de tu casa, a rebuscar en papeles viejos y en cajones a rebosar de recuerdos, y sólo te apetece escribir, sí, escribir, lo que sea, lo primero que te pasa por la mente. Tu mano se desliza suave y rápida por el papel dejando un trazo casi perfecto, no paras para leer lo que escribes. Aquí un punto, aquí una coma, un par de tildes, la palabra exacta. Te cansas. Vuelves a deambular por tu casa, descalza, y te empiezas a sentir rara, como nostálgica, como recordando todos los amores imposibles, todas las meriendas con chocolate, todos los amigos que se han quedado atrás, y vuelves a sentarte en tu escritorio. Y sigues por donde te has quedado. Quieres plasmar lo que sientes, sacarlo de dentro de ti y grabarlo en ese papel. Es tristeza, pero esa tristeza bonita. Tristeza de recuerdos, de aceptar que eres un pequeño lío, pero un lío y que no eres valiente en absoluto. Tristeza de reconocer tus defectos, de madurar, de seguir con tu vida pase lo que pase.
Piensas si es el momento de ver el desastre que acabas de escribir y te preguntas si poner ya el punto final o escribir algo más. "Perderá su encanto si empiezo a pensar qué escribir" dices. Espontáneo. Lee. Sólo faltaba una tilde. "Tilde" esa palabra me recuerda a mi madre, "tilde". Casi perfecto. Casi perfecto porque sale de dentro, sin pensar, es puro, transparente. Qué bonito escribir así.